Inmerso en el día a día no tiene tiempo de detenerse en el ritmo apabullante de la vida impuesta para disfrutar intrínsecamente de la sensación inmensa (también terrible, como un salto a los abismos de lo desconocido) de saberse vivo.

Los días de trabajo son duros en la oficina. No tiene ni un momento para poder pensar en él y en su familia. Y cuando llega a la casa, después de compartir las tareas del hogar con su esposa, cae como un objeto contundente sobre la almohada… para despertar al día siguiente casi en la misma postura en la que el cansancio le derrumbó.
En esos momentos de iluminación que le hacen despertar en la consciencia de si, promete que tiene que hacer algo con su vida, que no dejará que la corriente de la sociedad le vuelva una ovejita más que sigue al rebaño anulando su individualidad, anulando esa sensación de estar vivo por no poder parar ni a pensar, ni a sentir.

Cuando tiene un hueco se escapa al campo con su familia. Su mujer y él tienden su mantelito en la hierba. Disfrutan andando, paseando o viendo a la pequeña jugar, uniéndose a la naturaleza para dejar de lado el torbellino diario que les arrastra, y descansar en lo que ellos llaman su “isla de paz”.
-Mi vida, - le dice a su bonita esposa de rasgos cansados por el ajetreo continuo- algún día nos iremos de la ciudad… huiremos a algún lugar donde reine la quietud, donde solo nos preocuparemos durante el resto de nuestros días a sentir la vida, a aprender a vivirla.