Yuri era un hombre al que el destino gustaba de
atormentar con calamidades aterradoras.
Yuri, desde muy pequeño, parecía estar marcado con la señal de los malditos, pues no era normal que la vida se cebara de esa manera con él. Si es cierto que el karma existía, probablemente él hubiera sido, en una vida anterior, el mismísimo retoño del diablo cuando menos.
Poco después de cumplir sus 7 primaveras, cierta noche en la que
Yuri dormía en casa de sus primos, el padre --el cual golpeaba a su débil madre y a él cada vez que el
alcohol se mezclaba con su
sangre, cosa que ocurría muy a menudo—
arrebató la vida de esta con cada golpe de una brutal paliza. Una vez vovió en sí, las culpas le condujeron al
suicidio, tras ser consciente de la carnicería que había cometido, tirándose por la ventana de un sexto y cayendo en lo alto de un coche aparcado derramándose por el capó hundido.
Pero de aquél día, no sólo recuerda vívidamente el momento en que su tía le comunicó que ya no volvería a ver a sus padres, si no el
amanecer precioso que, entre lágrimas de un niño que aún no podía entender que significaba la
muerte, penetraba por sus ojos en forma de radiantes colores y le hacía sentir, por primera vez, que estaba
vivo, mientras una sensación de realidad y plenitud inundaban su palpitante corazón.
Su joven tía se apiadó de él. En su gran
corazón tenía espacio para cobijar a la criaturita que había quedado desvalida. Y así creció en el seno de una familia que lo
quería, con su primo dos años menor que se convertiría pronto en uno de sus mejores amigos y con el que compartía varios años de su vida.
Cierto día, ya de jóvenes, mientras volvían a casa de tomar unas copas con los amigos, fueron asaltados por unos atracadores que al ver que el primo de
Yuri – maromo de casi dos metros de altura y dispuesto a liarse a hostias con ellos—no se amedrentaba, fingieron huir para, poco después,
apuñalarlo por la espalda cuando estos, confiados, continuaban su camino, huyendo del lugar del crimen antes de que nadie pudiera hacer nada. Y
Yuri maldijo a los despiadados asesinos, a dios (si es que existía) y al universo infinito al ver que a su primo y amigo se le escapaba la vida mientras lo mecía entre sus brazos, cubierto de
sangre roja.
Y en el funeral, entre llantos y lloros, conoció a la que era pareja hasta entonces de su primo y, lo que aún era más importante, a la hermana de esta,
Marta, que en un futuro no demasiado lejano se convertiría en su esposa. Y la primera noche que amaneció con ella en la cama, abrió las ventanas y, como cuando era niño, los colores del
amanecer inundaron su conciencia haciéndole sentir la
vida en cada poro de su piel.
Años felices se sucedieron para
Yuri, años donde el amor primaba en su vida, hasta que culminó con el
nacimiento de su hijo, un varón gordito cual buda que albergaba el milagro de la vida y cuyo venir al mundo fue como un regalo precioso que no podía ser descrito con palabras.
Pero el destino guardaba otro golpe aún, un golpe aterrador… y cierto día en el que la mujer de
Yuri conducía de regreso a casa con él y su hijo, un vehículo conducido por un personaje ebrio entró en dirección contraria a la autopista por la que circulaba la feliz familia.
Marta se vio de golpe en la situación de
peligro, con un psicópata que iba directo a
chocar con ellos frontalmente, y, en un atisbo de conciencia, se dio cuenta que si giraba bruscamente hacia la derecha podría volcar hacia ese lado y condenar a su familia a una muerte segura… así que lo hizo hacia la izquierda. El coche evitó el choque pero
volcó en esa dirección lo que hundió el capó por la parte del conductor hasta casi rozar el asiento. Cuando
Yuri volvió en sí, el médico le dijo que tenía dos noticias que darle, una buena y otra mala: la buena, que su
hijo estaba ileso; la mala, que su
mujer había muerto y que él había
perdido la pierna derecha.
Yuri lloró amargamente, clamando al cielo por qué se había llevado a uno de los seres que más
amaba en la faz de la tierra… hasta que llegó el
amanecer, y le trajeron a su hijo que, cómo un budita, le sonreía feliz y gordito, y le alargaba los brazos para que lo cogiera y meciera. Y alzando al niño vio en la ventana que estaba justo detrás, cómo el sol salía por el horizonte y una alegría inmensa al ver a su primogénito sano y salvo hizo, otra vez, que esos colores provenientes de la luz le enseñaran que estaba vivo, y le llenó de fuerza para seguir afrontando su destino.
Yuri se rehabilitó y aprendió a andar con una prótesis pasado el tiempo. También aprendió a
pintar hermosos cuadros donde era capaz de captar la luz y los colores con especial maestría, y
leyó muchos libros que le enseñaron cosas útiles mientras estaba postrado en la cama sin poder andar. Todo esto le ayudó a
educar a su hijo de manera sabia y sacar de él un hombre de provecho.
El día en que
Yuri murió, su hijo lloraba mientras lo veía postrado en la cama. Lloraba por que su padre se iba, lloraba por la vida tan
dura que les había tocado vivir y por los
sufrimientos por los que habían pasado. Pero su padre le
sonrió y le dijo que si no hubiera sido así, ahora
él no estaría aquí… podría
haber muerto el día de la paliza en el que falleció su madre si no hubiera estado en casa de sus tíos, o no haberse criado con su primo. Podría
no haber conocido a su madre si su primo no hubiera
muerto. Podría
haber fallecido junto a él, su hijo, el día del accidente si
Marta no se hubiera
sacrificado. Si no hubiera perdido la pierna, no hubiera
pintado nunca, ni le hubiera enseñado aquello
aprendido de los libros… Y entonces le dijo unas palabras que se grabaron en él a fuego, como la última enseñanza de su padre:
"No olvides que, en esta vida, las cosas ocurren por algo y está en nosotros aprender a apreciar lo que nos brinda, sin dejarnos hundir y absorber por las cosas terribles que ocurren, si no, apoyándonos en todo lo hermoso que nos deja. En nosotros está colocar el prisma con el que mirar a través para ver la vida. En nosotros está sacar lo positivo, crecer y aprender de ella."
Nota: Segunda y última correción (con un poquito de ayuda :P)